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Labios de Trapo

EL REY SKIOLD

EL REY SKIOLD Las altas tierras del norte, allí donde los inviernos son largos y el sol apenas un destello, estaban azotadas por la desgracia. Sin una mano firme que sostuviera espada ni cetro, el país era pasto del pillaje, en campos yermos y aldeas devastadas por las envidias de los señores locales. En las cercanas islas del Mar Báltico, los guerreros vikingos habían construido sus fortalezas, y desde allí zarpaban sus temibles barcos hacia las costas de Dinamarca. Los saqueos eran constantes. Ante la amenaza de las quillas draconianas, los núcleos costeros se iban despoblando poco a poco y por doquier la gente llana clamaba por un rey que devolviera la paz a su tierra. Pero nadie era capaz de asumir el trono danés.

Un día de primavera, en una playa, un grupo de muchachos jugaba a la guerra. Por supuesto, las armas eran de verdad. En aquellos tiempos, cualquiera podía encontrarlas entre los despojos de las peleas locales. Era una de las pocas aldeas pesqueras que aún quedaban en pie, en parte gracias a que Fendar Wiendlandsen, uno de los señores más fuertes de la comarca, tenía allí sus propiedades y mantenía con grandes sumas a un pequeño, pero bien pertrechado grupo de guerreros para defenderlas.
– Mirad, mirad!! Un barco, se acerca un barco!!
A punto estuvo de perder un ojo el chico que así gritaba, pues la visión le hizo bajar la defensa, y su compañero a duras penas refrenó el mandoble de su espada, consiguiendo en el último momento darle de plano en medio de la cabeza.
– A las rocas, rápido!!, vayamos a las rocas!!
– Prepárate, Knud, te debo un golpe, animal...
– Calla y corre, Goldar, que no nos vean!!
Agazapados en las rocas bajas del acantilado, el grupo de jóvenes miraba fijamente aquel punto que avanzaba desde el mar hacia su playa. Pasaron unos minutos y pudieron distinguir una gran vela roja, hinchada por el viento, cada vez más grande.
– Deberíamos ir a avisar a Fendar...
– Tienes razón, Goldar... tú que eres el más ágil, corre a la aldea y avisa en casa de Fendar. Dile que se acerca un barco... con una vela roja, cuadrada y en la quilla, espera a ver si distingo algo... La quilla parece vikinga!! Corramos todos, ahora sí que hay que avisar rápido!!
Salieron a la desbandada, profiriendo gritos. Si hubieran aguantado un poco en sus puestos de vigía, habrían descubierto algunas características más que hacían de aquella nave un barco bastante especial.

Cuando los muchachos de la playa llegaron a la casa de Fendar, situada en lo más alto del poblado, notaron una extraña agitación a su alrededor. El señor, en medio del patio, ordenaba a gritos a sus soldados y éstos iban de un lado a otro mientras terminaban de pertrecharse. En una cabaña, dos hombres repartían armas a los vecinos.
– Vienen los vikingos!! Los vikingos!! – vociferaban los jóvenes...
– Pues vaya noticia traéis!! - dijo el anciano Roldrik - Más os vale ir a por armas y recibir las órdenes que tengan que daros los soldados. Hace ya rato que han dado la alarma desde la atalaya!!
En un rincón, un hombre gesticulaba a la concurrencia que le rodeaba. Los jóvenes se acercaron a escuchar a Balgrind...
– Es una nave enorme, más grande que todas las que he visto nunca. La cabeza de dragón que la precede tiene la boca enorme y el fuego parece refulgir entre sus fauces. Aún desde la costa, he podido ver los brillantes ojos del monstruo y para mí que se movían como si estuviera vivo y no tallado!! El cuerpo se extiende desde delante hacia atrás por los dos costados del barco y en lugar de escamas, todo aparece cubierto por algo que parecen flores, flores de todas las formas y colores. Y si es el metal de los escudos aquello que refulge al sol, estamos listos, pues por dentro y por fuera, y aún en los extremos más altos de los palos, se ven destellos plateados, como si todo el navío estuviera forrado de espejos...
Los jóvenes ya no escucharon más. Sin esperar ninguna orden, volvieron corriendo hacia la playa, adelantando a muchos otros hombres y mujeres que se dirigían hacia allí. Quien más, quien menos, todos portaban algo con que defenderse: lanzas, hachas, machetes y arpones, sobre todo.
Cuando llegaron a las rocas cercanas a la playa, ya era difícil encontrar un sitio libre.

Llegaron a tiempo para contemplar, atónitos, como el barco se iba deteniendo lentamente. De la cubierta no llegó ni un sólo grito, ni una sola orden de maniobra. En medio del más absoluto silencio, a un tiro de piedra, la nave quedó varada en las aguas poco profundas de la bahía. Como una sacudida, el miedo recorrió los corazones de todos los habitantes de la aldea, que agacharon las cabezas tras sus escondites, y se encomendaron a los dioses.
Todos esperaban de un momento a otro que una horda de vikingos se arrojara al mar desde la borda de aquel barco enorme. Tan cerca de la costa estaba, que ni siquiera iban a necesitar botes para el desembarco. Pasó el tiempo. Se podían contar las olas golpeando los costados de la nave, tal era el silencio que había. Hasta las gaviotas parecían esperar acontecimientos, pues tampoco se oían sus estridentes gritos. Nadie descendía del barco.
Entre las rocas del acantilado lloró un niño, pero enseguida calló. Su madre le amamantó presurosa para enmudecerlo. Los hombres habían asomado las cabezas, y se miraban unos a otros, con un interrogante en los ojos. Porqué no atacaban los marinos vikingos?

Desde los barracones de los pescadores, situados al final del pueblo, se escucharon rumores metálicos. Fendar Wiendlandsen y sus hombres iban tomando posiciones, parapetándose detrás de los cascos de los botes de pesca. Las gentes de los acantilados se tranquilizaron un poco, al notar la presencia de su señor al mando del grupo de milicianos. Los guerreros se desplegaron a lo largo de todo el arco de la bahía. Si los vikingos atacaban, podrían contenerlos y quizá, si no eran muchos, rechazarlos.
Pasó otra tensa hora. El sol se iba ocultando. El agua se coloreaba de tonos rojos y la nave vikinga refulgía. Las gaviotas volvían a sobrevolar la playa, gritando despreocupadas, disputándose en la arena los desechos que la marea iba haciendo llegar.
Si los vikingos no desembarcaban pronto, el barco dejaría de tocar fondo, y quizá se alejaría un poco con la pleamar. Fendar se preguntó entonces si los enemigos no estarían esperando eso mismo, para poner a salvo la nave de sus flechas, después de una maniobra equivocada por parte de su capitán. De talante guerrero y poco dado a calibrar estrategias, el señor tomó rápidamente una decisión:
– Disparad las flechas!!
Desde detrás de los botes se escucharon casi al unísono cien chasquidos y cien flechas surcaron el cielo describiendo un arco hasta caer, la mayor parte de ellas, sobre la cubierta de la silenciosa nave. Se oyó un repiqueteo, el de las puntas de acero clavándose en la madera, pero ni un sólo grito, ni un sólo lamento...
– Lanzad otra andanada!!, rápido!! – volvió a vociferar Fendar...
De nuevo la nube de flechas viajó por el aire para atravesar la vela roja y aguijonear por dentro y por fuera el barco enemigo. De nuevo, el silencio más absoluto fue la única respuesta al ataque.
Enfurecido, Fendar Windlandsen trepó de un salto sobre el casco puesto boca abajo del barco de pesca tras el que se ocultaba. Desde allí, blandiendo una enorme hacha de dos filos por encima de su cabeza, el cabello y las trenzas de los bigotes sacudidas por el viento, profirió un estridente chillido:
– Uaaargh!! Es que ni siquiera vais a defenderos, cobardes!? Ah del barco!! Luchad si sois hombres!! - gritaba impotente...
Las gaviotas volaron despavoridas y una lluvia de plumas blancas revoloteó por encima de los asombrados soldados de la playa.

– Al abordaje!! A por los vikingos!! El tesoro del barco será nuestro!!
Hasta que Fendar no gritó lo del tesoro, sólo él corrió por la playa con el hacha en alto, hacia el mar. Luego sus hombres reaccionaron y, como cangrejos en estampida, avanzaron por la arena a toda velocidad, gritando desaforados, con los escudos en alto, sobre las cabezas, pensando que las flechas enemigas llegarían de un momento a otro...
Pero no fue así y en la rompiente de las olas se detuvieron todos.
El rumor del mar sonaba casi tan fuerte como la respiración entrecortada de los guerreros. Allí estaban todos, mirando la silueta del barco fantasma, balanceado por las corrientes marinas, en silencio.
Era una burla?Acaso probaban una nueva táctica de batalla? Fendar se había quitado el casco y se rascaba con las guardas de una espada corta que sujetaba con la izquierda, los cabellos rubios, sin entender nada. Uno de los hombres más viejos dijo entonces, con voz cascada:
– Es la peste. La peste negra navega en ese barco vikingo...
Dicho lo cual, escupió por el hueco de una muela un enorme esputo que se meció en la resaca de una ola y desapareció entre la espuma. El viejo dio media vuelta y regresó arrastrando los pies hacia el poblado. Tras él, varios soldados más hicieron ademán de retirarse, hasta que la astucia del amo encontró la fórmula para detenerlos.

– Dónde vais, cobardes, gaviotas de culo pelado!? – el vozarrón de Fendar Wiendlandsen tronó por encima de todos los demás sonidos de la playa.
- Hemos sobrevivido a dos ataques, uno de vikingos y otro de rebeldes. Hemos sofocado un incendio, hemos construido un dique para defendernos del mar. Nuestras casas siguen en pie mientras a nuestro alrededor Dinamarca entera se desmorona. Y ahora vais a huir malaconsejados por las palabras de un viejo desdentado y cobarde!? Ahora vais a abandonar un barco cargado de riquezas, con las que viviríamos tranquilos el resto de nuestros días!?
Los guerreros miraban al suelo sin atreverse a levantar las cabezas cubiertas con abollados cascos. Algunos de los hombres del pueblo habían abandonado sus refugios en las rocas del acantilado y se acercaban para escuchar a su Señor.
– Un hombre no es hombre si huye al escuchar el nombre de una mujer. Y la peste es una mujer!! Una asquerosa mujer con cara de calavera, que se ceba en los más débiles!! Acaso le tenéis miedo!? Yo, Fendar Wiendlandsen, no le temo. No temo a nadie ni a nada. Sólo temo morir antes de conquistar el tesoro que me espera en ese barco brillante que hay allí. Si queda algún hombre entre vosotros, que me siga!! Al abordaje!! Al abordaje!!
Saltando por encima de las olas, Fendar parecía el mismísimo Dios del Mar que había cambiado su tridente por una descomunal hacha de doble filo. Los vecinos del pueblo fueron los primeros en reaccionar y, entre ellos, en cabeza, avanzaba el grupo de muchachos que había divisado el barco hacía unas horas. Los hombres de armas, bien azuzados por el orgullo, bien por la codicia, se unieron enseguida al grupo de asaltantes. Los últimos metros los tuvieron que hacer a nado, sin tocar pie. Para los más jóvenes aquello fue una dura experiencia: las pesadas espadas de hierro tiraban de ellos hacia el fondo y dificultaban las brazadas, pero no podían soltarlas, a riesgo de tener que enfrentarse desarmados contra los pálidos fantasmas de los marineros, tal como se los imaginaban. Y si dificultosa fue la última etapa del abordaje, más lo fue trepar por los costados del barco. Al no poder hacer pie, no conseguían lanzar los ganchos con las cuerdas. Los más ágiles, después de varios intentos, lograron alcanzar el castillo de proa, aprovechando las escamas talladas del dragón de la quilla. Desde allí, lanzaron cabos al resto de los hombres y pronto todos estuvieron en cubierta.

No parecía aquello un contingente de aguerridos luchadores conquistando el botín. Se habían quedado quietos, agazapados tras las espaldas de malla de Fendar, y cuchicheaban entre ellos. Habían esperado encontrar una colección de esqueletos y carne humana putrefacta, jirones nauseabundos picoteados por gaviotas y taladrados por gusanos. Pensaban que les iban a recibir los lamentos desesperados de unos marinos moribundos, y se habían hecho a la idea de ir matándolos uno por uno, por compasión más que por odio, pues a todos los hombres del mar les une la incógnita de su destino. Pero allí no había nada, ni nadie. El barco se balanceaba sin cesar, sonaban los crujidos de las cuadernas, el viento removía las velas, las cuerdas golpeaban sobre los palos, todos los sonidos familiares de los barcos, todos, menos la voz alegre de los marineros. El pelotón de visitantes, pues ya no parecían asaltantes, fue poco a poco andando hacia el centro de la cubierta. Junto al palo mayor, en el suelo, se distinguía un conjunto de piezas de metal brillante colocadas en círculo. Entre los hombres comenzó a correr un rumor. Los cuchicheos llegaron a oídos de Fendar:
– Magia, magia negra
Esta vez, el caudillo no supo que decir. En lo más profundo de su interior creía lo mismo que sus hombres, y sólo la necesidad de permanecer firme ante ellos para no perder su autoridad le contuvo a duras penas, pues deseaba salir corriendo de ese lugar y lanzarse de cabeza al mar.
– Son escudos!! – gritó uno de los muchachos que se había acercado lo suficiente. Enseguida, despertado por la exclamación, el bebé que dormía plácidamente al pie del mástil, rodeado de un círculo de pulidos escudos protectores, acostado sobre un lecho de trigo dorado, se echó a llorar...

Bajo los escudos, encontraron muchas más riquezas de las que habían imaginado. Con ellas cargaron siete botes que fueron y vinieron siete veces hasta amarrarlos de nuevo. En el último de ellos, en el viaje número siete, iba Fendar mirando a la mujer que se había ocupado de recoger al niño del barco para llevarlo al pueblo. Sabía que aquello era cosa de los dioses. Sabía lo que le esperaba a continuación. Tendría que reunir en su propia casa a los señores de las aldeas vecinas y explicarles lo ocurrido. Luego nombrarían una comitiva para ir con el niño hasta la capital. En el viejo castillo del rey se reunirían con los más nobles y con los más sabios. Y luego, creía Fendar, nombrarían rey a aquél niño venido por el mar desde el país de los dioses. Porque esa era su divina voluntad.

LA LEYENDA
No se equivocó Fendar Wiendlandsen. Todo sucedió como él había imaginado. Los daneses confiaron en la voluntad de sus dioses que habían enviado a uno de los suyos para que reinara en el país. Y le dieron el nombre de Skiold, Escudo, pues en medio de los escudos se había manifestado. Y Skiold se convirtió en un hombre más fuerte y más grande que los demás. Sus hazañas fueron contadas en todos los rincones de Dinamarca y todos supieron que había vencido a un oso. Todos se enteraron de que se había enfrentado en combate singular contra el rey de Noruega y lo había vencido, obteniendo así la mano de su hija, trayendo la paz y la prosperidad para los suyos. Muchos daneses acudieron a la costa a despedirlo cuando, muchos años después, Skiold murió. Su deseo fue partir en el mismo barco en el que lo encontraron, recostado en cubierta, bajo el mástil y las velas rojas, soñando, navegando hacia las desconocidas tierras del más allá de donde antaño vino.

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